Desnudo de la leyenda, despojado de una mano furtiva y una jugada irreal, el partido que enfrentó a las selecciones de Inglaterra y Argentina el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca, en los cuartos de final del Mundial de México, fue de una vulgaridad sin par.
Poco importa. Cuatro minutos de ese día condensan la carrera y la vida de Diego Armando Maradona. Los 50 primeros minutos del choque solo sirven de preludio insípido, tan pesado como la atmósfera recalentada de aquel mediodía mexicano, a la secuencia más inolvidable de la historia del fútbol.
Y el final, todo lo que sucedió a partir del GOL, es solo el epílogo agónico que permitirá a los ingleses seguir lamentando durante décadas qué pudo haber sido de ellos si ese chaparrito no se hubiera cruzado en su camino.
El temido Lineker, que llegaba a los cuartos como una locomotora, no olía el balón. El centro del campo inglés, dirigido por Hoddle, no conseguía imponerse frente a unos argentinos que, todo sea dicho, tampoco despertaban gran temor en el marco de Peter Shilton.
El legendario locutor Víctor Hugo Morales, quien solo minutos más tarde inmortalizaría al “barrilete cósmico”, se desesperaba con las imprecisiones de Valdano con la pelota. Todo sucedía al ritmo plomizo del fútbol ochentero, difícil de digerir si se compara con el frenesí actual.
Solo Maradona, siempre vertical, aportaba sus gambetas al encuentro, un poco de picante al que apenas Burruchaga parecía sumarse.